Hasta que no vives en primera persona el duelo por tu propio peludo, no llegas a saber lo que se siente de verdad. El dolor es aún más grande si ese peludo ha sido tu alma gemela. Es difícil encontrar palabras para describir lo que se siente, pues una inmensa parte de ti se rompe hasta llegar incluso a desear volar con él. No hay consuelo alguno. No hay nada que llene el vacío que queda en tu vida cuando estás en pleno duelo, ya que solamente deseas aislarte del mundo. Ni los amigos, ni la familia consiguen calmar ese dolor.
Tu casa se convierte en otra sin ese ser tan amado que, de repente, ya no está y que sabes que no volverá.
– Sus cosas siguen ahí, pero él o ella no está.
– ¿Quién saldrá ahora a la puerta a recibirte?
– ¿Quién te despertará cada mañana para salir a la calle a pasear?
Su pérdida te parece una pesadilla y, a ratos, crees que al volver de trabajar ahí estará. Pero llegas y recibes un duro golpe al ver la triste realidad.
Da igual los duelos por los que pases, ya que jamás nos sentimos preparados ante la llegada de ese temido momento. Yo he pasado ya por varias pérdidas: tres de mis hijas peludas en apenas año y medio. El apego que tuve hacia ellas no tuvo límites jamás, ni cuando estaban conmigo en vida ni hoy por hoy. El duelo es el precio que se paga por amor: cuanto mayor es el amor, mayor será el dolor que sentiremos tras su partida.
Llegados a este punto, podemos evitar ese dolor y no sanarlo, convirtiendo cada duelo al que nos enfrentamos, en una suma acumulativa de dolor.
O podemos pedir ayuda para salir del sufrimiento y sostener el dolor negándonos a vivir con un recuerdo amargo de nuestros peludos.
Por mi propia experiencia, sé que el duelo por nuestros animales es algo muy incomprendido y motivo por el cual la mayoría de la sociedad te somete a críticas y a juicios injustos. Contamos además con una falta de entendimiento en cuanto a las emociones que sentimos en esos momentos. Por eso sentí la necesidad, desde el corazón, de ayudar a lidiar con sus emociones a otras personas que van a pasar, están pasando o han pasado por lo mismo que yo.
En este tiempo, me he formado como ADA “Acompañante en el Duelo Animal” de la mano de Laura Vidal, terapeuta experta en el tema y creadora del Método Huella Emocional. Ella me aseguró y me reafirmó (basándose en su propia experiencia), que no hay barita mágica que acabe con el sufrimiento por la pérdida de nuestros animales, pero que sí hay herramientas para paliarlo. Uniendo tu implicación junto con la mía, puedo ayudarte a sanar el dolor por la partida de tu animal.
Estas mismas herramientas sirven para afrontar el duelo en humanos, ya que los diferentes estados emocionales por los que vamos a pasar, van a ser prácticamente los mismos.
Si algo he aprendido con mi propia experiencia es que el duelo no se puede enmascarar porque no sanarlo como es debido, nos puede provocar con el paso del tiempo secuelas físicas y mentales que pueden llegar incluso a cronificarse.
Soy Cristina López y soy enfermera especialista en Oncología, Hematología y Cuidados Paliativos. Esa es mi profesión y también mi vocación.
Aunque mi vida no ha sido fácil, siempre he sido una persona alegre y de buen carácter. Y digo que mi vida no ha sido fácil por todos los hechos que, a continuación, voy a explicar, ya que, por ellos, soy enfermera y ADA.
Cuando tenía 15 años me operaron de un tumor cerebral maligno de bajo grado. Nada hacía parecer que yo estuviera enferma, pero resultó que, cuando el tumor dio la cara, mi estado ya era de gravedad, llevando a mi familia a pensar que podía morir por esta causa. Pese a pasarlo muy mal durante mi ingreso hospitalario, los cuidados que recibí me impactaron de tal modo, que se interiorizaron en mí enseñándome lo que es la humanidad y la empatía. Como se suele decir: de lo malo saqué algo bueno.
Siendo joven perdí a mi padre y años más tarde a mi hermana, este segundo duelo que viví me dejó profundamente tocada, instaurando lentamente en mí una depresión que escondí utilizando como vía de escape mi trabajo. En este caso fue la pérdida de mi hermana Paloma a sus 41 años de edad. Tras una larga lucha contra el cáncer de 9 años, se fue de nuestro lado dejando tras ella a 2 niñas pequeñas. Fue justo cuando yo estaba a punto de acabar mi carrera universitaria cuando ella sufrió una fuerte recaída. Quise evitar sufrimiento a mi familia y, por eso, yo era la única que sabía la verdadera realidad de su situación.
Desgraciadamente, sus 2 últimos años de vida fueron una auténtica pesadilla para todos y, en su transcurso, se fue gestando en mí un duelo anticipado sin ser consciente de ello. Sin quererlo, ya que hubiera deseado que no fuese así, me convertí en su principal cuidadora. En primer lugar, porque precisamente eso fue lo que estudié y pretendía así controlarlo todo. En segundo lugar porque ella confiaba en mí y quería que fuera yo la que siempre estuviera al tanto de la situación.
Sin lugar a dudas, las pérdidas, primero de mi padre y luego de mi hermana, marcaron un antes y un después en mi manera de entender la vida.
A mi hermana le agradezco mi puesto de trabajo y mi especialidad, ya que cuando ella recayó, me contrataron para ejercer los mismos servicios que hacía con ella. A día de hoy mantengo ese puesto y siento que, de algún modo, estoy honrando así su recuerdo.
Como he dicho anteriormente, evité el duelo de mi hermana utilizando como vía de escape mi trabajo, pero, interiormente, lo llevaba peor cada año que pasaba. Mi vida dejó de ser una vida para convertirse en un modo de sobrevivir a la pena por su ausencia.
Entonces sucedió algo que, años después, me traería hasta aquí.
Llegó a mi vida la que se convertiría en mi alma gemela peluda: Ziva. Ella dio un giro radical a todo mi mundo y así fue como empecé a vivir de nuevo.
Debido a mi trabajo, hace 20 años que, a diario, estoy en contacto directo con la muerte. He pasado por múltiples duelos de mis pacientes y también de sus familiares. Algunos de ellos más duros que otros por tratarse de personas jóvenes que han ido dejando rastro en mi corazón. Recuerdo muchas noches a su lado, siendo su compañía en sus últimos alientos cuando ya sabíamos que el final estaba cerca.
Ahora que entiendo perfectamente lo que significa perder a un ser querido y lo que supone acumular un duelo y no sanarlo, he decidido encaminar mi propósito a que nadie más pase por lo mismo que yo pasé en soledad.
Ziva, una preciosa husky de ojos azules, llegó a mi vida para cambiármela tiempo después de la muerte de mi hermana.
Ziva fue mi confort, mi hombro sobre el que llorar y reír, mi compañera de vida y de viajes, mi alma gemela. Ella me mostró lo bonita que es la naturaleza y logró que socializase de nuevo con la gente. A su lado descubrí la hermosura del mundo canino, pues me dio amor sin condiciones. En su alma no había rencor, solo había espacio para el amor y para estar siempre conmigo.
Ziva dormía habitualmente en la cocina (la zona más fresquita de la casa), pero cuando enfermé de COVID (sin apenas síntomas), se metió conmigo en la habitación y no se separó de mi lado desde el primer día de aislamiento hasta el final. Solo salía de ahí para hacer sus necesidades, ¿curioso, verdad?
Desgraciadamente, Ziva fue una perrita con mala salud desde muy pequeña, lo que me convirtió no solo en su amiga y en su responsable, sino también en su cuidadora. Rara era la semana que no teníamos visita a la veterinaria por uno u otro tema. Ella desarrolló la enfermedad de Addison y, debido a esto, tuvo varias crisis bastante serias de las que se reponía sin más, pero que, a mí, siempre me mantenían en vilo y pendiente de su estado.
Así estuvimos hasta que, a sus 7 años, le detectaron unos tumores hepáticos en una revisión rutinaria. De acuerdo con su veterinaria y con la oncóloga, decidimos ir a por todas y luchar hasta el final. ¡No podía dejarla ir! La necesitaba, pues para mí ella era mi hija. Tuve que someterla a una operación que, afortunadamente, salió muy bien. Su postoperatorio fue lento debido a su enfermedad autoinmune, ya que el estrés descontrolaba sus analíticas y también su estado en general, por lo que a los cinco días de ingreso me dijeron que, lo mejor para su recuperación sería llevármela a casa y controlarla diariamente desde allí.
Dichosas y malditas al mismo tiempo fueron mis expectativas al creer, ingenua de mí, que Ziva volvería a casa conmigo.
Esperaba para ir a recogerla y, desgraciadamente, lo que recibí fue una llamada de su cirujano que me advertía de que su estado no era bueno. Cuando llegué al hospital, Ziva ya se había ido. «Algo inesperado», me dijo. Según me contaron, la bajaron a la calle para que hiciera sus necesidades y sufrió una muerte súbita. Intentaron reanimarla, pero ya no volvió.
Algo inesperado que se llevó sin avisar a mi alma gemela. Algo inesperado que me partió el alma en dos por no haber podido ni siquiera estar con ella en sus últimos instantes de vida.
El duelo que viví por Ziva fue acorde al amor que le tenía y que, por supuesto, le tengo.
Me sumí en una depresión bastante peor que la que sufrí cuando falleció mi hermana.
A mi hermana le prometí honrarla volcándome en mi profesión.
A Ziva le prometí que honraría su recuerdo cuidando a otros perritos que, como ella, estuvieran enfermos.
Como todos sabemos, las redes sociales nos escuchan y, a partir de ese momento, comenzaron a aparecerme constantemente noticias de la protectora «Nórdicos en adopción», entidad especializada en huskies que necesitaban una familia y un hogar y que procedían de maltratadores o de criaderos ilegales.
Sin pensarlo demasiado me lancé a la aventura de la adopción.
Primero me apareció Aika, una perrita de 9 años (aunque realmente tenía casi 11 años) víctima de doble abandono y maltrato. Algo que descubrí cuando, en una revisión, vimos que era portadora de 2 microchips. En cuanto vi su carita y sus ojos azules supe que era para mí, pero de nuevo mi expectativa se fue al traste, ya que estaba reservada para un chico de Bilbao.
Entonces adopté a Maya, otra husky de 5 años con ojitos negros que había sido operada de un tumor mamario enorme del que, en principio, ya estaba recuperada. Ambas procedían del mismo criador ilegal de Sevilla.
El destino es caprichoso y, la semana de antes de traer a Maya a casa, la protectora me dice que «devolvían» a Aika porque el chico que la había tenido apenas 11 h no la quería puesto que se resbalaba en el suelo de su casa. En el fondo, más que sentir lástima por ella, me alegré, me froté las manos y me dije: «es para mí». Cinco días después, Aika y Maya ya eran mi familia.
En poco tiempo nos habíamos hecho tan dependientes la una de la otra que yo no sabía estar sin ella. Siempre pegada a mí como si fuera mi sombra, aun cuando su estado de salud no le permitía caminar y salíamos con su carrito.
Ahora sé que ella fue mi otra alma gemela y sé que Ziva me la envió para así acercarse a mí de nuevo.
Con la partida de Aika nuevamente el duelo vino a visitarme cargado como siempre de un dolor indescriptible.
De los duelos por la partida de mis tres hijas perrunas nació ZivADA y decidí acompañar a otros:
Con una vida repleta de duelos, la Formación ADA llega a mi vida y, sin dudarlo, decido realizarla por varias cuestiones.
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